Hoy tuve un sueño. Soñé que
me despertaba 16 años más tarde, concretamente, en el año 2030. Todo era
diferente, nada de lo que recordaba parecía ser igual que cuando me había
recostado en la cama. La habitación parecía distinta, pero, sobre todo, las voces
que escuchaba procedentes del salón me parecían extrañas.
Perturbada, me levanté para
mirarme al espejo situado frente a mí. Para mi sorpresa, mi aspecto no era tal
y como lo recordaba: mi cara había envejecido; mi pelo había sido cortado y
tintado de color más oscuro; el pijama infantil que solía emplear para dormir
había sido cambiado por otro mucho más serio; mi perra, Nala, que dormía bajo
mi escritorio, ya no estaba en su lugar. «¿Qué está pasando aquí?» -me
preguntaba sin hallar explicación alguna-.
Me dirigí hacia la puerta,
por unos instantes no supe si salir hacia el salón o no, pues no sabía qué
podría hallar. Finalmente, me decidí a entrar en dicha sala y encontré, de
nuevo, todo extraño, desde los muebles hasta las personas que en él se encontraban.
Únicamente me atreví a balbucear: «¿pero qué…?». «Siéntate» -me ordenó una
anciana que me resultaba familiar-. Obedecí su orden y esta comenzó a explicar:
«¿No me recuerdas, hija? Soy yo, mamá». Creí que iba a desmayar cuando escuché
semejantes palabras, pero conseguí preguntar: «¿Mamá? ¿Qué te ha pasado? ¿Qué
me ha pasado?». Tranquila, me respondió: «Rosa, cuando te acostaste, algo
terrible sucedió. Un científico extremadamente loco logró dar con una fórmula
que le permitía jugar con el tiempo. Así, todos nos encontramos hoy con 16 años
más, pues ha adelantado el tiempo a su antojo, de la misma manera que puede
atrasarlo cuando quiera. Estamos en peligro, este es el fin de la vida tal como
la conocemos» -me explicaba-.
Incrédula, me levanté de mi asiento
y exploré la casa: la televisión parecía tener vida propia, los artilugios
tecnológicos dominaban la casa; allá donde antes había flores, ahora únicamente
veía hojalata. Me acerqué a una especie de cachorro que se asemejaba a mi Nala:
«Rosa,» -continuó mamá- «esta es Cira, una de las cachorras que Nala tuvo. Tu
perra, lamentablemente, murió. No te asustes, ahora los perros pueden
comunicarse con nosotros». En efecto, Cira se me acercó y, tras saludarme
amablemente, profirió: «Nala dijo que yo despedir de tú, mucho quísote». No
pude soportar tanta sorpresa y rompí a llorar, con miedo de preguntar acerca
del resto de mi familia. No obstante, no hizo falta, pronto aparecieron José,
quien, según me enteré después, era ya mi marido, y cinco niños que decían ser
mis hijos. Además, un móvil que parecía una televisión comenzó a sonar,
respondí y alguien, que decía ser mi jefe, me recriminó no haber ido al
trabajo. Ni siquiera quise saber cuál era mi empleo, colgué rápidamente y, de
nuevo, regresé a mi cuarto con la esperanza de que, si me tumbaba y cerraba los
ojos, al abrirlos todo sería como antes.
Mi madre se sentó a mi lado,
me dijo que papá había muerto, mi hermano había viajado hasta Alemania, junto
con su mujer y mis sobrinos, y que ella estaba muy enferma: «¿Recuerdas cuando
discutíamos? ¿Recuerdas los días sin hablarnos por nimiedades? Lo siento,
siento haber perdido el tiempo. Ahora ya soy mayor, no puedo recuperar esos
momentos. Aprende, Rosa, de esta lección, y desde hoy aprovecha el tiempo. No
dejes que nada te impida disfrutar de la vida y ser feliz, pues solo cuando
pasa el tiempo y descubres que la juventud se ha ido y que el fin está cerca,
valoras lo que no has hecho». Ante semejantes palabras, no pude más que mirar
el rostro de la anciana que me hablaba, y, de nuevo, romper a llorar,
pidiéndole que no se fuera de mi lado. Mamá me acarició y me pidió que volviese
a acostarme, que descansase. Pero sus palabras parecían desvanecerse, se hacían
casi imperceptibles. Únicamente podía sentir sus caricias, mientras ella
parecía alejarse en el tiempo.
De repente, sobresaltada,
abrí nuevamente los ojos. Mi cuarto era tal como lo recordaba y Nala estaba
junto a mí, despertándome, como siempre, para que la sacase a la calle.
Corrí hacia el salón y allí
estaba mi madre, tan joven y guapa como la recordaba. La abracé y le pregunté
su edad: «¿Pero qué tonterías dices?» -respondió-. «Mamá, por favor, dime ¿en
qué año estamos? ¿Cuántos años tengo?». Mi madre me tocó la frente: «¿Estás
enferma? Déjate de tonterías y arréglate ya, vas a llegar tarde a la
Universidad».
Comprendí que había tenido
una pesadilla; no obstante, esta pesadilla me ayudó a comprender que debemos
vivir el presente, pues el futuro está por venir. No sé qué será de mí en 30
años, pero sí tengo claro que no desearía lamentarme de haber perdido el tiempo
hoy pensando en mañana, pues hoy, el presente, nos ofrece posibilidades que, en
ocasiones, no percibimos por pensar siempre en lo que vendrá.
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