Sociedad

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jueves, 15 de mayo de 2014

Mi vida en el 2030



Hoy tuve un sueño. Soñé que me despertaba 16 años más tarde, concretamente, en el año 2030. Todo era diferente, nada de lo que recordaba parecía ser igual que cuando me había recostado en la cama. La habitación parecía distinta, pero, sobre todo, las voces que escuchaba procedentes del salón me parecían extrañas.
Perturbada, me levanté para mirarme al espejo situado frente a mí. Para mi sorpresa, mi aspecto no era tal y como lo recordaba: mi cara había envejecido; mi pelo había sido cortado y tintado de color más oscuro; el pijama infantil que solía emplear para dormir había sido cambiado por otro mucho más serio; mi perra, Nala, que dormía bajo mi escritorio, ya no estaba en su lugar. «¿Qué está pasando aquí?» -me preguntaba sin hallar explicación alguna-.
Me dirigí hacia la puerta, por unos instantes no supe si salir hacia el salón o no, pues no sabía qué podría hallar. Finalmente, me decidí a entrar en dicha sala y encontré, de nuevo, todo extraño, desde los muebles hasta las personas que en él se encontraban. Únicamente me atreví a balbucear: «¿pero qué…?». «Siéntate» -me ordenó una anciana que me resultaba familiar-. Obedecí su orden y esta comenzó a explicar: «¿No me recuerdas, hija? Soy yo, mamá». Creí que iba a desmayar cuando escuché semejantes palabras, pero conseguí preguntar: «¿Mamá? ¿Qué te ha pasado? ¿Qué me ha pasado?». Tranquila, me respondió: «Rosa, cuando te acostaste, algo terrible sucedió. Un científico extremadamente loco logró dar con una fórmula que le permitía jugar con el tiempo. Así, todos nos encontramos hoy con 16 años más, pues ha adelantado el tiempo a su antojo, de la misma manera que puede atrasarlo cuando quiera. Estamos en peligro, este es el fin de la vida tal como la conocemos» -me explicaba-.
Incrédula, me levanté de mi asiento y exploré la casa: la televisión parecía tener vida propia, los artilugios tecnológicos dominaban la casa; allá donde antes había flores, ahora únicamente veía hojalata. Me acerqué a una especie de cachorro que se asemejaba a mi Nala: «Rosa,» -continuó mamá- «esta es Cira, una de las cachorras que Nala tuvo. Tu perra, lamentablemente, murió. No te asustes, ahora los perros pueden comunicarse con nosotros». En efecto, Cira se me acercó y, tras saludarme amablemente, profirió: «Nala dijo que yo despedir de tú, mucho quísote». No pude soportar tanta sorpresa y rompí a llorar, con miedo de preguntar acerca del resto de mi familia. No obstante, no hizo falta, pronto aparecieron José, quien, según me enteré después, era ya mi marido, y cinco niños que decían ser mis hijos. Además, un móvil que parecía una televisión comenzó a sonar, respondí y alguien, que decía ser mi jefe, me recriminó no haber ido al trabajo. Ni siquiera quise saber cuál era mi empleo, colgué rápidamente y, de nuevo, regresé a mi cuarto con la esperanza de que, si me tumbaba y cerraba los ojos, al abrirlos todo sería como antes.





Mi madre se sentó a mi lado, me dijo que papá había muerto, mi hermano había viajado hasta Alemania, junto con su mujer y mis sobrinos, y que ella estaba muy enferma: «¿Recuerdas cuando discutíamos? ¿Recuerdas los días sin hablarnos por nimiedades? Lo siento, siento haber perdido el tiempo. Ahora ya soy mayor, no puedo recuperar esos momentos. Aprende, Rosa, de esta lección, y desde hoy aprovecha el tiempo. No dejes que nada te impida disfrutar de la vida y ser feliz, pues solo cuando pasa el tiempo y descubres que la juventud se ha ido y que el fin está cerca, valoras lo que no has hecho». Ante semejantes palabras, no pude más que mirar el rostro de la anciana que me hablaba, y, de nuevo, romper a llorar, pidiéndole que no se fuera de mi lado. Mamá me acarició y me pidió que volviese a acostarme, que descansase. Pero sus palabras parecían desvanecerse, se hacían casi imperceptibles. Únicamente podía sentir sus caricias, mientras ella parecía alejarse en el tiempo. 
De repente, sobresaltada, abrí nuevamente los ojos. Mi cuarto era tal como lo recordaba y Nala estaba junto a mí, despertándome, como siempre, para que la sacase a la calle.
Corrí hacia el salón y allí estaba mi madre, tan joven y guapa como la recordaba. La abracé y le pregunté su edad: «¿Pero qué tonterías dices?» -respondió-. «Mamá, por favor, dime ¿en qué año estamos? ¿Cuántos años tengo?». Mi madre me tocó la frente: «¿Estás enferma? Déjate de tonterías y arréglate ya, vas a llegar tarde a la Universidad».
 



Comprendí que había tenido una pesadilla; no obstante, esta pesadilla me ayudó a comprender que debemos vivir el presente, pues el futuro está por venir. No sé qué será de mí en 30 años, pero sí tengo claro que no desearía lamentarme de haber perdido el tiempo hoy pensando en mañana, pues hoy, el presente, nos ofrece posibilidades que, en ocasiones, no percibimos por pensar siempre en lo que vendrá.







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